Al anochecer. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del Sol los dos hombres del pueblo. VenÃan en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro habÃa asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.
Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:
—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.
—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del dÃa en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacÃa como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendà en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el RabÃ.
—Que por cierto era mÃa —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discÃpulos la desataron para el RabÃ, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabà ningún suplicio merecÃa. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.