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Matilde debe morir

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HallarĂĄ en esta novela, amable y ocioso lector, caracterĂ­sticas habitualmente atribuibles a ciertas prĂĄcticas lĂșdicas. Y usted reconocerĂĄ, a medida que avanza invariablemente de pĂĄgina, que ya no es un simple espectador. Que no tiene permitido semejante privilegio.

Entonces, presa de un reto ineludible, usted no tendrå otra opción mås que abandonar su actitud de lector despreocupado. No habrå lugar para la pereza: para eso sobran los días, la desdeñable realidad.

Y, como ya hemos dicho que esta pequeña novela podrĂ­a confundirse errĂłneamente con un juego —con un juego inocente y sencillo—, usted querrĂĄ jugar. Y serĂĄ lĂłgico que quiera ganar: en todo juego hay ganadores y perdedores, claro.

De modo que se abren las apuestas. La banca le pone unas fichas a este tal Omar Weiler, este tal Cristian Acevedo. Pero sin dejar de vigilar al insulso de la mesa 4. Ese que serå usted, y que también apostarå. Incluso cuando se le indicarå que esto no es un juego. Usted, que jugarå incluso después de la advertencia inicial.