El 12 de mayo de 1951 cerca de un millar de hombres desfilaron en la Plaza de Bolívar de Bogotá, prestos a dirigirse a la mayor aventura de sus vidas. Admirados por unos y cuestionados por otros, partieron hacia la península de Corea, donde se disputaba una guerra intestina que involucraba los intereses de las grandes potencias mundiales. Tres años y cientos de muertos después, regresaron a Colombia. La mayoría eran soldados rasos, y no sabían muy bien qué vendría después para ellos.
El soldado raso suele ser el último en ser mencionado, pese a que constituyen casi dos tercios de los combatientes. En torno a ellos se han construido diferentes relatos: algunos los comparan con héroes míticos, otros los llaman carne de cañón. La mayoría de ellos pasan desapercibidos. La manera en que se narra su participación no solo refleja la forma de pensar de una sociedad, sino también las disputas que se dan dentro de ella para consolidar un relato histórico. Entre 1951 y 1954, 3000 soldados rasos colombianos fueron enviados a la guerra de Corea.
La forma en que se relató la participación de Colombia en ese conflicto permite comprender cómo una sociedad produce la historia y también descubrir las estrategias narrativas de estos sectores subalternos que les permiten dejar de ser simples objetos de la historia para convertirse en sujetos activos de ella.