Cuando cayó el Muro de Berlín, muchos historiadores predijeron con seguridad el fin de un mundo de Estados-nación y nacionalismos. En 1990, el historiador marxista Eric Hobsbawm escribió con confianza: «Dijo Hegel que el búho de Minerva que lleva la sabiduría levanta el vuelo en el crepúsculo. Es una buena señal que en estos momentos está volando en círculos alrededor de las naciones y el nacionalismo». Estaba muy equivocado. Muchas de las nuevas instituciones que debían poner fin al viejo nacionalismo, como la Unión Europea, se encuentran hoy en un estado de desorganización. El mundo actual es testigo del resurgimiento de un nacionalismo que en muchos países se combina con formas de autoritarismo, ya sea en Turquía, Rusia, Brasil o India. Esto va a influir en la forma en que se escriban las historias, como podemos ver también en estos países. Es probable también que afecte a las historias que no se escriban, porque no habrá nadie que las escriba. En estas páginas no he pretendido sugerir que exista un país o una cultura académica modelo cuyas prácticas históricas deban seguir todos los demás. Tampoco puedo defender un proyecto ilusorio de universalizar la historia, cuando la propia universalización es a todos los efectos un proceso de exclusión. Las controversias sobre qué es la historia, qué debe estudiar y cómo debe estudiarse continuarán seguramente durante mi vida y más allá. Sigo teniendo la esperanza de que las historias que se escriban se construyan con un espíritu de conversación, con una apertura a otras experiencias y culturas, y no solo con un espíritu de reivindicación y autocomplacencia. Pero soy lo bastante realista para saber que esto no es más que una esperanza.