El invierno había sido excepcionalmente lluvioso y el río Guadalquivir estaba desbordado sobre la marisma inundándola por completo y formando un inmenso lago en el que tan solo sobresalían algunas suaves alturas coronadas de maleza. Las primeras lluvias de primavera habían limpiado el cielo de nubes y el ambiente era extremadamente sereno.
Amanecía en la marisma aquella mañana resplandeciente de abril cuando se oyeron dos disparos de escopeta procedentes de la casa situada sobre la loma y rodeada de pinos y abundante vegetación. A esa hora y en aquella zona no resultaba extraño el sonido de unos disparos, pues los cazadores furtivos utilizan el vedado para conseguir algunos ánsares sin llamar demasiado la atención de la Guardia Civil. Pero la desenfrenada carrera de aquel hombre hasta alcanzar el todo-terreno, que arrancó velozmente por el camino enfangado en dirección a la carretera comarcal, hubiera cambiado la opinión de cualquier observador sobre la finalidad de ambas detonaciones.
El vehículo enfiló la desviación hacia Villamanrique, dejó a la izquierda Pilas, bordeó Aznalcázar y alcanzó la general Huelva-Sevilla a la altura de Benacazón. Hasta ese momento no se había cruzado con vehículo alguno y las pequeñas poblaciones aparecían desiertas, por lo que su ocupante confiaba que nadie se hubiese fijado en él. Respiró hondo y tomó la dirección a Sevilla.