El uso de métodos cuantitativos para medir el impacto de programas sociales ha cobrado un gran interés recientemente. En los últimos
años han surgido organizaciones dedicadas a la elaboración y el financiamiento de evaluaciones de impacto. Las entidades multilaterales de crédito y las agencias de cooperación han enfatizado, cada vez con mayor fuerza, la necesidad de evaluar concienzudamente los proyectos de desarrollo.
Muchos países han creado oficinas independientes de evaluación y monitoreo de programas públicos. Las evaluaciones de impacto han comenzado a desempeñar un papel preponderante en el diseño de políticas públicas y, por ende, en el control político y la controversia democrática.
Hace apenas unos años la evaluación de impacto era un tema casi desconocido en la gestión social. En el mejor de los casos, se percibía como
una curiosidad de especialistas; en el peor, como un desperdicio de recursos y un obstáculo tecnocrático a las iniciativas sociales. El impacto de la mayoría de las políticas públicas era desconocido. La pregunta sobre el impacto no se planteaba y menos aún se respondía. Las buenas intenciones y la inercia operativa desplazaban cualquier intento de escrutinio
cuantitativo.