Filosofías. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
—La desgracia —opinó Lucio Dueñas, muy aficionado a sostener paradojas— no consiste en nada grande ni terrible: los días peores de la vida son a veces aquellos en que, sin sucedernos cosa importante, nos abruman mil chinchorrerías. ¿Qué prefiere usted: que la maten de un tiro o que le tuesten a fuego lento, con brasitas que eternizan el dolor?
Mauro Pareja, allí presente —porque esta conversación se desarrollaba en el vestíbulo del Casino de la Amistad, al cual nos habían traído, complacientes, el café y la botellita de vino—, confirmó las palabras de Dueñas.
—He conocido —dijo— un caso… Me perdonarán que no cite nombres… Era un señor a quien traté en Madrid y que tenía una mujer, por cierto, encantadora. No solo era guapa, que eso suele ser lo de menos, sino que poseía propiedades inestimables para la vida de familia: todo lo prevenía, todo lo arreglaba bien; con ella no había sorpresas desagradables… Es decir… ¡Debo confesar que hubo una!… Hasta desagradabilísima… ¡Pero fue la única!…
Todos miramos, no sin maliciosa expresión, a Pareja, que se puso algo escarlata y adoptó una expresión indiferente para disimular.
—Yo no diré que ese día no lo considerase muy desgraciado el consorte, a quien llamaremos, si ustedes gustan, Perogil, que es apellido castizo, aunque inventado. Acaso, en las horas que siguieron a la sorpresa, se tuvo por infeliz Perogil, y deseó muertes y tragedias y hasta las quiso realizar. Todo esto cabe en lo posible y aun en lo probable. Lo único que importa, para confirmar la tesis que acaba de exponer Dueñas, es que Perogil, pasada la primera y recia impresión de disgusto, y digamos de furiosa cólera, no pudo menos de reconocer que habiendo sido diez años tan venturoso, no podía echar por la ventana, en diez minutos, el pasado y el porvenir. Aquella mujer suya se le había hecho indispensable por el arte con que le mullía y suavizaba la existencia, rodeándola de dulces facilidades, menudas, insignificantes cada una separadamente, pero que reunidas componían la beatitud. Nunca le faltaba a Perogil ni un botón de camisa, ni un pañuelo bien planchado y fino, ni la comida sazonada a su gusto, ni las flores en la mesa, ni los papeles en orden, ni el tintero lleno, ni el frasquito de la medicina delante del plato. Enfermo del estómago desde la mocedad, por culpa de las comidas de fonda, ahora esa oficina central tan importante ya empezaba a funcionar excelentemente, con insensibles digestiones y regodeos refinados. Una mezcla de conocimientos higiénicos y de sibaritismos golosos presidía a este aspecto tan importante de la vida. Y el estómago sano había engendrado el equilibrio del ánimo y el buen humor, y Perogil se había acostumbrado a juzgar todas las cosas con indulgente optimismo.