Me escupieron al mundo en Los Mochis, Sinaloa. Mi infancia fue una mansión en ruinas donde deambulaban despreocupadamente muertos y fantasmas. Ambos cruzaban la frontera que divide a la vida de la muerte, al caer la noche. Mi madre cinceló mi espíritu a golpes de relatos y miradas. Y me reveló un secreto que ha sido mi condena: “Tú tienes un don: hablas con los muertos”. Ella murió hace muchos años, pero parece no darse cuenta de ello porque durante algunas noches se acerca a mi cama a susurrarme sucesos siniestros. Un día, por fin, decidí acatar mi destino y contar las historias que otros se empeñaron en sepultar bajo el silencio. Mis delirios y pesadillas han cobrado cuerpo como libros: La sombra, El árbol de las muñecas tristes, La venganza de la mano amarilla, Un poco de dolor no daña a nadie, La niña del vestido antiguo y Consumidores de pesadillas. He tratado de buscar un rayo de sol con otros: El sendero de los gatos apachurrados, Caldo de perico, El cucaracho, Matangaguangalachanga, Manantial de carcajadas, Las bellas bestias, Palabras en sepia o Álbum del olvido. Algunos de estos libros han obtenido premios o reconocimientos nacionales y han fungido como maderos en el naufragio. A ellos me aferro para no hundirme en la locura.