Banquete de boda. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
Una noche de Carnaval, varios amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele volver de esas fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y solo se encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La caminata les despejó la cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados, devolviéndoles esa alegría espontánea que es la mejor prenda de la juventud. Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y Germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la vida solteril, y tres de los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto —el mayor en edad, Saturio Vargas— como oyó nombrar matrimonio, hizo un mohín de desagrado, o más bien de repugnancia, que celebraron sus compañeros con las bromas de cajón y con intencionadas preguntas. Entonces Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a contar la causa de la antipatía que le inspiraba solo el nombre y la idea del lazo conyugal.
Es una de las cosas —dijo— que no pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis, sino que allá, interiormente, me comprendáis… Hay impresiones más fuertes y decisivas que todos los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas… y la obedezco y la obedeceré hasta la última hora de mi vida. Estad ciertos de que moriré con palma… de soltero.