Yo soy el enemigo.
Soy la discordia, el distanciamiento, la hostilidad. El encarnizado, el declarado; el que lo es con propĂłsito fijo de ellos de oponerse a mĂ y destrozarme.
Yo, para ellos: el enemigo. Por eso te convierten en camella, te soplan con una caña una piedrita para que, en su larga travesĂa interna, la piedra te produzca un temblor y no quedes preñada.
Un enemigo con hijos es la duplicaciĂłn del enemigo.
Si no pueden secarme, guardan piedras adentro para hacer de este lugar un desierto. AsĂ la pregunta ya no serĂa cuánto valen las tierras, sino, cĂłmo se mide la arena. PartĂculas fosilizadas moviĂ©ndose por el aire, Ă©xodos.
Pongo mi cabeza sobre tu vientre, escucho.
En la guerra hay que tener buen oĂdo. Decime cuánto me querĂ©s, me decĂas. Y yo escuchando la piedra que aniquilaba el fuego me convierto en volcán. Un volcán que busca a la hembra del camello. La empujo con mi mano de cráter, con materia Ăgnea, placas, aguas termales, nubes ardientes que al enfriarse pueden sepultar ciudades enteras.
La arena, el éxodo, el volcán, un cráter que ciñe el cinturón en los bordes de tu cuerpo borrando todo temblor, te destruyen.
Entonces se borra.
Se borra la frase que pregunta cuánto valen nuestras tierras.