No tenía muchas ganas de contarle a ese grupo de desconocidos la ansiedad con que me había deglutido una botella entera de píldoras para dormir; o los lapsos considerables de tiempo que me había pasado entregada a fantasías furibundas con la mejilla apoyada en las puertas grasientas de hornos de gas apagados. No tenía ganas de contarles nada. Podía explicárselos, está bien, pero me llevaría mucho tiempo. Mi vida entera. Podía sentirla detrás de mí, sumergida, como un iceberg.
Una mañana de 1968, Bette Howland se despierta y no sabe dónde está. Días atrás intentó quitarse la vida ingiriendo un frasco de pastillas para dormir. Estaba en el departamento de Saul Bellow, con quien tuvo un breve romance que terminaría convirtiéndose en una entrañable amistad durante más de cuarenta años.
Como tantas mujeres a lo largo de la historia, Howland se sintió abrumada frente a la crianza, prácticamente sola, de dos niños pequeños, una serie de trabajos precarios, un catálogo de mudanzas y la imposibilidad de tener un cuarto propio en donde poder dedicarse a la escritura.
S-3 es una radiografía contundente de la sala psiquiátrica en la que la escritora pasó una temporada. Allí aprendió a convivir con médicos residentes que pocas veces la escuchaban, muchas menos la comprendían, y con otros pacientes con los que rápidamente se sintió unida por una suerte de eslabón común, todos querían terminar con todo: con la mirada acusatoria de los demás, con los secretos familiares, con el peso de un mundo que por momentos se volvía un lugar injusto e inhabitable.
Con una sensibilidad pocas veces vista, Howland indaga en los alcances y los límites de la locura y nos muestra que las fronteras son, por lo general, mucho menos nítidas de lo que pensábamos.