¿Qué era el feminismo antes de tener un nombre y ser marea? ¿Qué cosas discutían las mujeres que padecían la injusticia de un mundo que ni las consideraba ciudadanas? ¿Dónde y cómo intervenían? Laura Fernández Cordero, historiadora y feminista, eligió, de la enorme cantera de las izquierdas y los feminismos, las escrituras más quebradas, más disidentes, las que discuten posiciones de clase y de género en vez de confirmar identidades y dogmas. Las voces que se arriesgaron a cuestionar a sus propios compañeros, a las burocracias partidarias, a la moderación de sus editores, a sus familias y a sí mismas, en un tiempo en que socialismos, anarquismos y comunismos eran espacios en formación y recién empezaba a plantearse la cuestión de la mujer y la cuestión sexual.
Impacta sentir la contemporaneidad de los temas y las preocupaciones: los puntos de encuentro o separación tajante entre el feminismo liberal-burgués y el feminismo clasista, popular; las tensiones entre la militancia, la maternidad y la vida doméstica, o entre el matrimonio y el deseo; la pregunta por los modelos de pareja; las reacciones enconadas frente a esas mujeres de lengua feroz, de quienes molesta tanto lo que dicen como el hecho de que tomen la palabra sin miedo.
Esta antología reúne catorce voces que no equivalen exactamente a catorce mujeres. Están Claire Démar o Jenny D'Héricourt –traducidas aquí por primera vez al español–, que a comienzos del siglo XIX reclamaban las promesas incumplidas de la Revolución Francesa y pedían por el derecho al sufragio y al placer. Están también los "aliados" hombres, socialistas o anarquistas que a su modo se sumaron a esa lucha, como Charles Fourier o Joseph Déjacque. Está Flora Tristán, que habló de "obreros y obreras" antes del Manifiesto Comunista (que uniformó esa pluralidad como proletariado). Y La Bella Otero, que desafiaba la dicotomía de los sexos y subvertía todas las clasificaciones. Están las que fueron pilares de la socialdemocracia y sus derivas, como Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, también la comunista Aleksandra Kollontay, todas mostradas bajo otra luz: Zetkin conversa con Lenin, administrando sabiamente argumentos y silencios; Luxemburgo le escribe a su amante lamentando que la sobrecargue con consejos insípidos y prédica de superioridad; Kollontay –que llegará a ser embajadora de la Unión Soviética– deja a su hijo, desgarrada, para emprender una aventura política, intelectual y amorosa. Están las anarquistas, como Ana Piacenza y las mujeres del periódico La Voz de la Mujer, que no pueden concebir una revolución social sin emancipación de las mujeres y amor libre. Y la militante total, Emma Goldman, que se pregunta qué revolución es esa que deja afuera el baile, el disfrute, la experimentación afectiva. Están también las librepensadoras, las señoras burguesas que desafían los mandatos de la Iglesia y las que resisten las afiliaciones.