Cuando se hace referencia al parque Nacional, predomina la percepción de que su distribución se dispone en sentido sur-norte sobre la carrera Séptima de Bogotá. En esta ocasión, Sandra Reina nos invita a observar este lugar a partir de otra perspectiva espacial: la de oriente-occidente, en donde la cuenca del río Arzobispo, que atraviesa el espacio desde los cerros, es la que define la forma, la configuración y las riquezas vegetal e hídrica del parque.
Entender la disposición del territorio en su dimensión oriente-occidente resulta clave para transfigurar y ampliar la relación que se establece con este pulmón verde de la ciudad, dado que fue la cuenca del Arzobispo la que orientó el tejido de la traza de la ciudad colonial con la de las nuevas urbanizaciones que comenzaron a surgir en este tramo de la capital hacia la década de los treinta; y la que, además, ha permitido que la riqueza natural del entorno haya sobrevivido a los avatares de la expansión urbana.
A diferencia de otros parques construidos por particulares y con la participación de intereses privados, el parque Nacional fue el primero concebido y desarrollado con vocación pública en la ciudad. El gobierno de la República Liberal de Enrique Olaya Herrera promocionó, a través de un proyecto pedagógico y salubrista alrededor de lo que significaba ser ciudadano, el acceso de las clases populares a espacios al aire libre en donde pudieran practicar deportes y actividades recreativas.
Ahora bien, uno de los aspectos más notables en la trayectoria histórica del parque es la profundidad con que su impronta simbólica se instaló en los modos de habitar la ciudad, que se ha mantenido viva en la memoria y en el devenir cotidiano de bogotanas y bogotanos. Desde sus inicios, tal como puede verse en la gran cantidad de imágenes provenientes de archivos fotográficos y álbumes familiares que se presentan en las páginas siguientes, el parque fue el lugar que acogió los paseos, itinerarios y toda clase de prácticas para el esparcimiento de la ciudadanía, especialmente durante la época en que contó con su memorable ciudad de hierro.
Si bien las dinámicas colectivas recreadas en el parque Nacional han sufrido momentos de decaimiento, desde la década de los años noventa hasta hoy, este territorio ha sido escenario de múltiples reapropiaciones y asignaciones de sentido que han vigorizado su presencia en el contexto urbano. Además de seguir siendo uno de los sitios de encuentro emblemáticos de la ciudad, ha transitado a través de expresiones, emociones y designaciones que van desde la aprensión por asuntos de inseguridad y delincuencia, hasta la animosidad con la que se viste tras haberse convertido en uno de los lugares más importantes de concentración en el marco de las movilizaciones sociales de los últimos tiempos.
En este sentido, quizás una de las demostraciones más relevantes de identificación y afecto por parte del colectivo ciudadano hacia este lugar —más allá de su declaratoria oficial como Monumento Nacional— es la de haber sido defendido con tenacidad por usuarios y vecinos hace apenas un par de años, cuando la integridad del parque se vio amenazada por el proyecto urbanístico que pretendía abrir paso al sistema de trasporte masivo Transmilenio sobre la carrera Séptima.
Son estas algunas de las razones que animaron la edición de esta publicación desde el sello editorial del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural: dar cuenta de cómo un lugar, concebido como público hace más de ochenta años, ha permanecido en la memoria y en la cotidianidad de los habitantes de la ciudad bajo esa misma vocación, la de estar abierto a múltiples usos, nuevas relaciones y diversas prácticas que permiten que hoy el parque sea percibido como propio por parte de la ciudadanía.