"¿Cómo se denomina al que regresa?", se pregunta Lucas cuando vuelve a su casa, donde ahora viven dos desconocidos: Felisberto y Eloy. El regreso es una larga conversación con su padre muerto, un reproche, una invocación, una súplica. Su madre fue enviada lejos hace ya tiempo y en el jardín que tanto amaba ahora solo crece la mala hierba. Ellos están ahí, viven con Sarai, Noah y Mara, las mujeres que lo criaron y que ahora, como todo lo que está dentro de la casa, les pertenecen. Contra su voluntad, Lucas se convierte en el testigo del derrumbe de lo que un día fue el pilar y refugio de su infancia: los cimientos y las paredes se desmoronan, los rincones acumulan podredumbre, la oscuridad todo lo cubre. Pero es esa oscuridad la que conduce a Lucas hacia el mundo subterráneo que ha sobrevivido a la invasión: el mundo de los insectos.
Nuestra piel muerta explora ese mundo ínfimo, más perfecto que el humano y más sagrado que Dios, y para ello se sirve de un acusado tono lírico y una estructura que va atando los recuerdos del protagonista con el momento presente como si de una telaraña se tratase, en cuyo centro se encuentran preguntas y reflexiones sobre el mal, la enfermedad, la muerte y la locura. ¿Llama la descomposición a la vida o al fin de esta? ¿Dónde se encuentra lo divino? ¿El milagro es la cordura o la enajenación?