Hay personas que no tienen corazón, que han de robárselo a otros para seguir viviendo. Esta es una historia sin piedad. Mi historia. La historia de una chica inocente y muy inconsciente que, buscando el amor, se perdió en un oscuro bosque plagado de ladrones; muchos trataron de dañarme, pero fue el peor de todos, Albertruño, el que se llevó el trofeo y me dejó malherida, tirada en el suelo.
Aventurarse a buscar el amor, ya no es un juego de niños, es una compleja partida de ajedrez donde puedes perder mucho, incluso, a ti mismo. Nadie debería jugar, ni siquiera asomarse al tablero, sin entender bien las reglas primero.
Las aplicaciones de citas han creado un universo paralelo donde, aparentemente, lo que cada uno busca, desde un rollo hasta una relación estable, puede encontrarse fácilmente deslizando el dedo por la pantalla de un móvil. La realidad es muy distinta, adentrarse en el mercado de la carne puede ser una experiencia muy dolorosa, a la par que frustrante y del todo infructuosa. Demasiados maestros de ese particular ajedrez campan a sus anchas por dichas aplicaciones, robando corazones como los ladrones que realmente son.
Yo no lo sabía, nadie me previno, y tuve que aprender a jugar con mi propia sangre. Con la sangre de la puñalada letal que Albertruño me asestó en el pecho. Una sangre turbia, con olor a fracaso, que atrajo, después, a muchos otros carroñeros que acudieron hambrientos a darse un buen festín con mis restos. Pero yo no estaba muerta. Yo también tenía garras y colmillos, el dolor me había transformado en una peligrosa loba, sin pretenderlo. Y, de pronto, era yo quien devoraba sin piedad la sucia carne que se me ponía por delante, destrozando cada hueso con mis fauces.
Fui una ingenua durante mucho tiempo y lo pagué caro, pero ahora sé que los hombres malos existen y que, de hecho, abundan en la decadente sociedad del «yoísmo» en la que estamos inmersos.
A todos ellos les digo y, en especial, a uno: ¡Que te den… poemas!