Antes que ser papel y tinta, el cuento ha sido viento, viento que sale de una boca y se dispersa en el aire de una habitaciĂłn, de un corredor en una tarde calurosa, de una noche oscura iluminada por una ancestral fogata, de un tejabĂĄn de rancho en una jornada lluviosa, hasta encontrar un par de oĂdos, cuatro, o muchos, atentos a la madeja que se va poco a poco deshilando en el relato de un narrador. AsĂ va el cuento, de boca en oreja, de boca en boca, por los siglos, hasta que alguien lo captura como a una mariposa, le extiende amorosamente las alas y lo clava con un alfiler sobre una hoja de papel, para guardarlo por sabe cuĂĄnto tiempo, hasta que unos ojos curiosos lo descubren y lo vuelven nuevamente viento, en busca de oĂdos atentos para perpetuar al cuento de nunca acabar.
Nos cuenta Margit Frenk que la primera caracterĂstica del castellano escrito fue precisamente su oralidad. Una lengua cuyo escribano iba recitando en silencio, o en voz alta, cada una de las palabras que iba fijando con la pluma sobre el rĂşstico papel. Y esos textos primarios cobraban vida cuando alguien mĂĄs los recitaba en voz alta para las grandes mayorĂas que no podĂan, no sabĂan leer ni escribir. Ăsa es la primera magia que aparece en cuanto uno comienza a leer los breves y sabrosos cuentos de Pancho Madrigal, tan breves y sabrosos como las propias guasanas. Desde las primeras palabras que atrapan los ojos, uno comienza a escuchar la voz de Pancho adentro de la cabeza, como narrando al oĂdo aquellas increĂbles fĂĄbulas y contrafĂĄbulas de toda suerte de animalillos. Uno comienza a reĂrse sĂłlo y termina con una gran carcajada que cualquiera dirĂa: "a este loco ÂżquĂŠ le pasa?", y le parece que desde el fondo de la pĂĄgina nuestro autor se sonrĂe con ese gesto socarrĂłn con que agacha la cabeza sobre la guitarra cuando narra-canta sus corridos pendencieros.