Hallazgo. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
La casa se había quedado ensordecida y vacía, triste, a pesar del Sol que inflamaba el rojo de los claveles en las macetas del balcón y entraba chorreando oro hasta la pared frontera. Todos de bureo: solo Carlota, la costurera, siempre tan rara, como sus compañeras decían, continuaba allí, refractaria a la diversión, tirando de la aguja, interrumpiendo con el rápido ticliteo de sus ágiles tijeras el silencio solemne del gabinete amueblado a estilo Imperio, donde hacía labor. ¡Salir, meterse en zambras, ella, ella, Carlota Migal! ¡Con lo que llevaba encima del alma, aquellas infinitas arrobas de vergüenza y desconsuelo, desde que sucedió… lo que sucedió! Hay mujeres, bien se sabe, que después se quedan tan frescas; nada, como si tal cosa. Ríen, se divierten, oyen requiebros, se enredan en nuevos amoríos, se emperifollan, se casan, engañan o no engañan al que las elige, le ocultan lo pasado, a veces hasta se lo cuentan con cinismo impávido… Carlota no era de esa hechura. No; a ella la habían amasado de otra pasta. Tenía para mientras viviese. La memoria, con monótona persistencia, murmuraba su canción de vieja hilandera de telarañas sombrías, en un rincón del cerebro de la costurera humilde: "Has pecado, fuiste abandonada, tu niño murió; no tienes ya derecho a ninguna alegría, a ningún placer. Trabaja, gánate el pan, deslízate callada y guarda para tu solitaria vejez unos ahorrillos; no debes ser molesta a nadie". Y Carlota cosía, cosía. Por sus manos pasaban los volantes de gasa y tul, los faldellines de seda, las cintas frescas y crujientes, lo que las mujeres felices y animadas lucen en bailes y paseos; jamás un pensamiento de envidia, un temblor de concupiscencia, agitaba su resignado corazón. Bueno era para ella el traje usadito de lanilla, el "manto" ala de mosca, la librea de la servidumbre, del salario, y de la insignificancia. Que la perdonasen, que la olvidasen… Que nadie la echase en cara "aquello". ¡Ah! ¡Eso no! Porque se moriría del sofoco…