En estas memorias de infancia, Alicia Ortiz va detallando a cada habitante de su cuadra, casa por casa, con un lenguaje vivo, rico, gracioso, que rescata la niñez pero sin privarse de salpimentar el relato con una pizca de malicia nada infantil. La piedad por los miserables no le impide paladear la descripción de sus fantásticas fealdades, la rememoración de sus frases, cómicas o desgarradoras, la narración de sus desgracias o de sus tan escasas felicidades. El placer con que lo hace, visible, se contagia al lector.
Creo poder decirlo sin pudores, porque el tiempo transcurrido desde mi primera lectura de este libro, y desde la muerte de su autora –mi madre–, me permite analizarlo con suficiente objetividad: la pintura de las tremendas escenas a las que Alicia Ortiz asistió durante su niñez, en el conventillo de al lado de su casa, convierten a este libro en un auténtico tango de los años veinte.