Adoraba las carreras de caballos. Detestaba el cigarrillo y el alcohol. Los dulces eran su perdición. Odiaba los aviones. Le encantaba jugar a las cartas y a los dados con sus jugadores. Apostaba hasta por los números de patente de los autos que se cruzaban en la ruta. Su lista de cábalas era interminable. Sentía a los futbolistas como hijos. Enfrentaba a los periodistas, con los que discutía a los gritos por los pasillos, pero no era rencoroso y terminaba aflojando. Entraba a la Bombonera tapándose la nariz y se aguantaba lo que viniera. Se desvivía por la familia: tuvo una compañera de fierro como Anita y un hijo, Daniel, que pintaba para crack y que se le fue muy pronto. En la última estación de esta trilogía, nos detenemos en el aspecto humano de Angelito, en la persona que se escondía detrás de esa máscara de gruñón que asustaba a primera vista. También intentamos desentrañar su método. Periodistas, exjugadores, familiares y vecinos nos ofrecen decenas de anécdotas. Es imposible no esbozar una sonrisa al leerlas. Por último, no puede faltar una teoría muy particular que lo enlaza al entrenador más ganador en la historia de River.
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