A principios del siglo XVII, aunque casi no se notaba, ya las cosas comenzaban a no marchar tan bien en el Imperio. Liderado aún por una casa de Habsburgo, cuyos últimos reyes caducos, cobardes, cornudos y siempre faltos de carácter competían en corrupción y amoralidad con una corte y un Consejo del Reino decadentes y miopes, y con unos validos todopoderosos pero rapaces que se apoyaban a su vez en una iglesia retrógrada y siniestra, sus confines y sus fronteras exteriores, al final, y aprovechando la distancia con la metrópoli, solo se mantenían en pie por la voluntad combativa, el orgullo y la mano firme de hombres como el virrey de Nápoles, don Pedro Téllez-Girón, como don Pedro de Toledo, gobernador de Milán, o don Alonso de la Cueva, marqués de Bedmar y embajador de España en Venecia.
Estos, a su vez, mantenían bajo su mando y a su disposición al mejor ejército del mundo: los tercios, donde convivían todas las clases sociales y todas las nacionalidades que eran parte de aquel Imperio donde aún no se ponía el sol; desarrapados muchas de las veces, y con las pagas atrasadas las más, pero todos observando a trancas y barrancas, como una religión, las más estrictas normas de honor y valentía y mirando siempre por sobre el hombro con desprecio y altivez al enemigo. Varios de estos soldados, poetas de vocación y muchos de ellos de no corta inspiración, escribieron a punta de espada y estruendo de mosquete, unos con más fortuna que otros, sobre la aventura alucinante de sus vidas en un mundo que en ese momento se les presentaba ancho, muy ancho, pero para nada ajeno. Uno de estos fue don Ruy Díaz Íñiguez de Mendoza, un hidalgo segundón quien, ya anciano, le dedica unas memorias al conde duque de Olivares, el poderoso valido de Felipe IV, en el ánimo y con el ruego de que le sea restituida fama y honra a su admirado don Pedro Téllez-Girón, el famoso duque de Osuna, bajo cuyas banderas sirvió y se hizo hombre, y a quien tan mal le había pagado la corona.
De esa vana pretensión y también de la pugna por el dominio de las rutas comerciales de Oriente entre España, el Imperio otomano y la Serenísima República de Venecia trata La conjura, la primera parte de la trilogía Los dueños del mundo.