Fragmento de Diálogo Secular
Todo era verdad —lo de la sencillez, lo de la distinción—, pero la profesora no por eso se sentía menos achicada —hasta el extremo de emocionarse— cuando la madre de esa alumna, siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Ínsula, que no sabía ni cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.
—Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...
¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.