Por desgracia, una de las ciudades coloniales de México que mayor devastación ha sufrido sobre su patrimonio histórico y cultural, es Guadalajara,
capital del estado de Jalisco. La segunda mitad del siglo xix y la primera del xx representan dos etapas en que su configuración arquitectónica sufrió, bajo la premisa de la idea del progreso, terribles cambios que llevaron a la destrucción de numerosos e invaluables edificios y espacios públicos. Estas construcciones, que significaban un rasgo de identidad no sólo para los tapatíos, sino para todos los jaliscienses, simboliza ahora un vago recuerdo de un lejano cuento narrado por nuestros abuelos, un sentimiento de nostalgia para aquellos que tuvieron la fortuna de conocer algunos de ellos, pero, sobre todo, un dejo de frustración y reclamo entre los que no tuvimos la fortuna de admirar su belleza.
Los inmuebles más afectados fueron los de carácter religioso; de algunos de ellos sólo podemos observar pequeños espacios que se respetaron,
pero muchos desaparecieron por completo. Ejemplo de los primeros son los conventos de San Francisco, El Carmen, San Juan de Dios, San Agustín y Santa Mónica. De los segundos, el mejor ejemplo es el palacio del arzobispado que se ubicaba en lo que hoy es la sede del gobierno municipal, el convento de San Diego, Santa María de Gracia, entre otros. También varias casas coloniales del centro histórico fueron derrumbadas o transformadas para dar lugar a establecimientos comerciales como Las Fábricas de Francia, El Nuevo Mundo, El Nuevo París, y a la construcción de plazas. Basta tener presente la demolición de las manzanas ubicadas a espaldas de Catedral en las que se ubicaba el palacio Cañedo.