Contra la norma, exhausta, de lo literario genérico —es decir, de la literatura como género de sí misma, Carlos Augusto Alfonso, en Lepanto, vuelve a restablecer el vínculo del género con la familia olvidada —es decir, la historia como salón de espejos cuya luna se quiebra cada vez que el poeta se sienta a registrar el recuerdo de lo que entrevió, devolviéndonos su penúltima imagen, y no como mausoleo administrado por los usureros de lo mismo— y la especie: él mismo, en su escritura sin malla de protección, como el otro que nos habita informe, salvo cuando se repara, como nos dice, en aquel "malentendido hecho persona" "que sin saberlo transformó [nuestra] vida". Lo cual no puede sino querer decir que nos rescató del olvido de sí, de la confusión entre existencia y sentido, confesión tumultuosa y poesía como taladro, ruido que dura poco hacia una luz inmortal para quien venga después, del otro lado del hueco que abrimos para no ahogarnos. Volvamos, entonces, con Carlos Augusto Alfonso, a entrar en el salón de espejos donde único podremos entrever lo que fuimos que dejamos de ser. Para volver a serlo. O, mejor, para terminar de serlo. Sin extenuarlo. En la poesía.