Acercarse al mundo de un artista es una tarea siempre difícil, porque conlleva en sí misma la condena a la imposibilidad de explicar qué lo hace único, original y valioso. Esto es más arduo si el artista está vivo, en plena etapa productiva. Y es todavía más espinoso si sólo lo conocemos por sus obras y estas son películas, es decir: obras donde el control absoluto es imposible. Ocurren el clima, los caprichos de los actores, las limitaciones técnicas, pero sobre todo, como en cualquier producto del cine industrial, pesan las decisiones de los productores y los vaivenes financieros de una industria que –como la banca– nunca puede darse el lujo de perder. Sin embargo, en este libro, Tim Burton aparece iluminado por otra luz, que trasciende la anécdota y el análisis que se regodea en dejarnos a oscuras, y eso hace que la figura de este creador surja suave pero claramente como un artista de su tiempo. Este mérito de Cecilia Mazzeo es para celebrar y agradecer, como lectora y también como admiradora de este director que no parece ceder nunca su esencia a las imposiciones de un negocio históricamente cruel con los artistas.