A veces, cuando me habían acostado en una montaña de ásperos sobretodos, al escuchar esas voces alrededor de la mesa –seguían discutiendo (solo que yo no podía entender el porqué del griterío, si el volumen era porque estaban enojados o si se reían)– me despertaba en la habitación de Honey. ¡Qué maravilla las cosas que podían pasar! Me habían llevado en brazos mientras dormía y yo ni me había dado cuenta.
La joven Esti recuerda en Dios los cría momentos inolvidables de su infancia y va armando una genealogía amorosa llena de escenas ruidosas, confusiones, peleas, pero también mucho humor. Y se detiene en la figura de su abuelo, un inmigrante de Odessa que cruzó el Atlántico en búsqueda del sueño americano.
En El viejo bromista, una joven madre soltera regresa a su casa luego de una salida al ballet con un nuevo amigo. Mrs. Cheatham, la niñera de su pequeño hijo, la espera con la casa ordenada y tranquila. Es una noche fría, no para de nevar, y cada uno de estos cuatro personajes va a formar una suerte de caleidoscopio en el que se desplegarán, lentamente, los sueños, las opiniones y los sentimientos de cada uno.
En La vida que me diste, una mujer de mediana edad recibe una llamada: su padre se cayó de una escalera y está gravemente herido. En medio del shock por la noticia empiezan a surgir, irrefrenables, viejos recuerdos, peleas, esas cosas que no nos animamos a decir y ya puede ser tarde, esas cosas que nos arrepentimos de haber dicho pero ya no hay tiempo para pedir perdón.
En estas nouvelles que componen Cosas que vienen y van, Bette Howland, escritora largamente olvidada, explora la intimidad de tres mujeres tan diferentes como cercanas, y construye un libro potente y entrañable que nos recuerda la importancia de los vínculos y el ineludible paso del tiempo.