Los últimos alardes dadaístas del inteligente Duchamp quebraron la tradición artística en fragmentos. En adelante, la reconstrucción minuciosa y artesanal del entramado, el escenario y el público acordados para el arte iban a convertirse en una ardua, por refutable, tarea. Desplazado, el objeto artístico no era ya el actor principal, sino un tímido actor de reparto. El artista, sin embargo, mantenía su infranqueable ansia de perpetuidad, sus afectos y defectos, aunque la naturaleza de su disciplina mudara su especificidad en aire, su empirismo en teoría y su identidad en espejo. En los años ochenta, la transvanguardia en Italia, la nueva expresión en España o el neoexpresionismo en Alemania son síntomas de esa dolencia espiritual (fin del arte) que se ha dado en llamar posmodernidad y cuyas propuestas (unas más que otras) iban a concretarse en propósitos de enmienda para la plástica. A causa de circunstancias históricas trágicas y humanas –"demasiado humanas"–, el neoexpresionismo alemán, con Baselitz, Lüpertz, Penck, Kiefer, Richter, Polke e Immendorf a la cabeza, resuelve reinstaurar el espíritu alemán sin perder de vista la tierra quemada. Para ello, restaura los puentes con el expresionismo cercano ideológicamente al inspirado Der Blaue Reiter –en especial, Kirchner–, sin olvidar otros gritos de angustia que agudizaron el zumbido dolorido de la pintura alemana de principios del siglo XX.
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