Hasta hace relativamente poco tiempo, la investigación histórica de carácter profesional se realizaba en nuestro país con independencia de la literatura llamada de ficción y sobre la base de una concepción epistemológica ceñida al discurso cientificista de las grandes escuelas y dogmas historiográficos del siglo XX, que privilegiaban el acercamiento de la historia a las ciencias sociales y al método empírico-inductivo de las ciencias duras. Se consideraba incluso que la "ciencia histórica" debía mantenerse alejada de la narrativa literaria, esto es, del arte literario encarnado
en la novela, el cuento y la poesía. Esta forma de entender el quehacer historiográfico, sin embargo, ha venido cambiando vertiginosamente durante
la segunda mitad de la centuria pasada y en lo que va del siglo XXI, no sólo por efecto de la marejada posmoderna, sino por reflexiones viejas y actuales de los teóricos en torno de las cualidades intrínsecas que el modo narrativo ofrece a la explicación histórica.1 Lo mismo ha de decirse en
reciprocidad con respecto del quehacer literario, pues ahora se reconoce también que la generación de conocimiento histórico ha contribuido, y contribuye eficientemente, a la producción de las bellas letras. Surge así una sólida concepción que no excluye a lo literario de lo historiográfico, ni a lo historiográfico de lo literario, es decir, una concepción histórico-literaria, fundada en los trabajos ya célebres de múltiples y diversos
pensadores –literatos, filósofos e historiadores– que ven en la estructura narratoria, complementada con las aportaciones metodológicas y epistemológicas de otros ámbitos de conocimiento.