La búsqueda del hijo que dio en adopción se convirtió también en una búsqueda espiritual para recuperar su propio ser perdido. En 1965, Carol Schaefer tenía diecinueve años, era estudiante de primer año en la universidad, estaba profundamente enamorada de su pareja y se quedó embarazada. Sus padres la llevaron a un hogar católico para madres solteras, donde se sintió sola y perdida. Solo debía renunciar a su bebé para que su pecado fuera perdonado y pronto se olvidaría, le dijeron. El niño, a su vez, sería entregado a una familia «buena», en lugar de quedar marcado por el estigma de la ilegitimidad. Carol trató de encontrar la fuerza para oponerse a esta decisión, pero sentía vergüenza, era muy joven y aceptó como mejor opción lo que todos le proponían. Durante años, luchó por olvidar y llevar la vida «normal» prometida, sin conseguirlo, y decidió buscar a su hijo. Lo encontró y descubrió que, en muchos sentidos, nunca habían estado realmente separados.
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