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Filipo II de Macedonia

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Filipo de Macedonia, conquistador de Grecia, forjador de la falange, estadista genial, y, sin embargo, eclipsado por dos colosos contemporĂĄneos: DemĂłstenes, su gran antagonista, y su propio hijo, Alejandro Magno, acaso la figura mĂĄs cĂ©lebre de la AntigĂŒedad. Si el orador dibujĂł en sus ĂĄcidas FilĂ­picas el retrato de un tirano que acabĂł con la democracia ateniense, el vĂĄstago de Filipo empequeñeciĂł los logros de su progenitor, llevando su planeada invasiĂłn del Imperio persa hasta donde ningĂșn griego hubiera siquiera soñado. Pero doblegar a los aquemĂ©nidas, quemar PersĂ©polis y alcanzar las orillas del Indo jamĂĄs hubiera sido posible sin los sĂłlidos cimientos plantados por su padre.

La irrupción de Macedonia en el siglo IV a.C. coincidió con el declive de las hasta entonces potencias hegemónicas en la Hélade, Esparta, Tebas y, sobre todo, Atenas, desplazadas en apenas unos años por ese reino periférico. Filipo de Macedonia fue el gran artífice de esta transformación, por lo que la propaganda política de sus rivales le presentó como un hombre despiadado y sanguinario, oportunista y calculador, embaucador, borracho y mujeriego, un tirano dispuesto a todo por reducir a los griegos a la esclavitud. Una imagen afianzada en el imaginario colectivo, donde la figura de Alejandro Magno se dibuja a partir del turbulento triångulo afectivo que formaba con sus progenitores, Filipo, un padre beodo y maltratador, y Olimpíade, una madre mística, posesiva y conspiradora.

Sin embargo, el anålisis de las fuentes literarias y arqueológicas que nos brinda Mario Agudo Villanueva en su libro Filipo de Macedonia permite liberarnos de esa imagen para descubrir a un gobernante capaz de rescatar del abismo a un reino desahuciado, de reformar el ejército hasta convertirlo en una måquina invicta, de manejar los hilos de la diplomacia griega con una astucia formidable y de explotar los recursos naturales de su territorio para convertir a Macedonia en la mayor potencia económica, política y militar del momento. Si no podemos entender el mundo antiguo sin Alejandro, no podemos entender Alejandro sin Filipo.