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Tortura

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La tortura parece una abominaciĂłn de Ă©pocas pasadas. Se dirĂ­a que hablar de ella nos hace retroceder a los tiempos oscuros de la InquisiciĂłn o nos refiere a la idea de una humanidad tosca e imperfecta. Sin embargo, la tortura vuelve a estar de plena actualidad.

Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, un sistema penal libre de tortura y tratos degradantes distinguirĂ­a las democracias de las dictaduras y los regĂ­menes totalitarios. Pero lo cierto es que se ha tratado de un espejismo. No sĂłlo las democracias no han abandonado la tortura —que han seguido practicando dentro y fuera de sus fronteras—, sino que, con la mayor naturalidad, tras el 11-S el debate sobre la licitud de la tortura ha quedado abierto. Y aumenta el nĂșmero de partidarios de una tortura civilizada: Âżpor quĂ© no recurrir al interrogatorio exhaustivo, incluso a la tortura no letal, si con ello se salvan vidas inocentes? ÂżQuĂ© objeciĂłn cabrĂ­a hacerle a la tortura si se le fijan unos lĂ­mites y la opiniĂłn pĂșblica es tenida al corriente?

Frente al pragmatismo de quienes reducen la tortura a la contabilidad de vidas en juego, hay que recordar que, desde siempre, la tortura forma parte del poder soberano que decide sobre la vida y la muerte a través de un biopoder que controla la vida para administrar el tormento: la tortura no es un medio para arrancarle información a quien se resiste a darla, ni tiene por finalidad el dar la muerte, sino hacerla experimentar en vida.