En capítulos breves, el autor de El valor divino de lo humano se dirige ahora de modo epistolar a los amigos de Dios y a quienes querrían serlo, a padres generosos y a madres con hijas poseídas, a jóvenes con adicciones y a los que buscan grandes ideales, a pobres y a quienes no saben serlo, a personas tristes y a quienes les salta la alegría por los ojos, a los tacaños y a los que tienen grande el corazón, a laicos, curas y obispos, a perezosos y emprendedores, a los que viven en libertad o entre rejas. Porque todos estamos necesitados de que nos hablen al alma, y nos muestren que hay lugar para la esperanza a pesar de nuestras limitaciones.
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